Una historia parcialmente basada en una histeria.

Aquel día decidí tomarme la tarde libre después de una semana agitada y estresante. Existe una especie de mito urbano que alimenta la idea de que los escritores llevan una vida cómoda, libre de estrés y llena de placeres, como vivir en lugares exóticos. A veces hay algo de verdad en eso, pero en otros ratos esa misma vida se resume (y a la vez se diluye) es un sinfín de fechas de entrega, momentos en los cuales uno se termina preguntando por qué tiene tanto para escribir y decir y, en última instancia, a quién mierda le importará leerlo.

Enrique pasó a visitarme y después de tomar mate decidimos tener un almuerzo de relax con comida casera y un vino francés que me habían regalado en el laburo. Una excelente oportunidad para hacer pelota un buen vino y convertir ese día “común y corriente” en una ocasión especial.

Así sin más, el vino y el postre terminaron en un viajecito hasta el supermercado de la esquina para comprar más vino porque se nos había calentado el pico. Nos pusimos a hablar sobre bueyes perdidos e historias delirantes mientras desde el sillón –copa de vino en mano– observábamos a los transeúntes luchar con el agua-nieve de las veredas. Nos burlábamos de esos pobres mortales como un Dios vengativo observando a sus humanos como diminutas hormigas. Ya estábamos borrachos, claro.

En algún punto de la bebida le conté de aquella vez que terminé haciendo montañismo en Georgia (la de la ex Unión Soviética, no la de los Estados Unidos) completamente borracha: había llegado hasta ese país perdido y mágico de la mano de una amiga húngara amante del senderismo y al borde de un ataque de nervios, como una auténtica chica Almodóvar. Hasta que en un punto su energía me excedió: levantarme a las 6 am, a menos cinco grados no era mi plan de unas vacaciones felices.

En un asalto de rebeldía y vagancia le dije: “Yo no quiero caminar más”. Con su aplomo habitual, me miró sonriendo y dijo: “Tomáte esto y después hablamos”, mientras me pasaba una botella de plástico llena de vino barato georgiano con una pizquita de pálinka[2]

Como era de esperar, el vino creó un inusitado fuego interno y en un santiamén terminamos escalando una colina, completamente ebrias y sin ningún tipo de reparo en lo que estábamos haciendo. Contemplamos la vista hermosa de Tbilisi, nos reímos y después aparecimos en un parque navideño donde, por supuesto, me monté un chanchito eléctrico del cual tengo foto. Resaca que me pesara, terminamos completamente deshidratadas pero en el punto más alto.

El “Mtatsminda Amusement Park” (o მთაწმინდის პარკი, en lengua espagueti, como le digo yo al georgiano) es una de las cosas más bonitas que he visto en mi vida. Aunque quizá haya sido el alcohol, pero creo que mi recuerdo es bastante atinado. Comenzaba a bajar el sol y el frío apretaba. Corríamos como locas para poder llegar a la vuelta al mundo que fue como sumergirse en una escena de “Mi pobre Angelito”, con árboles navideños, luces, villancicos y donde la magia de la Navidad parecía estar a punto de explotarme en la cara.

Entre copa y copa de vino Quique replicó: “Yo quiero tener una aventura así”. Sin éxito intenté convencerlo de que soy mejor contadora de historias que aventurera. Aunque quizá deba reconocerlo, una parte de mí quería impresionarlo y después mechaba el relato con un poco de falsa modestia.

Con las copas hasta el cuello de vino francés, de palabra armamos un viaje improvisado a Georgia, con mucho sabor a adiós anticipado y corriendo el riesgo de que el impulso se diluyera en las obligaciones y la resaca de las horas por venir como siempre nos pasó. Para mi sorpresa, cumplimos.

De regreso en ese país alucinante, la vida terminaría demostrando una vez más que quizá las aventuras desquiciadas no estarán en mi ADN, pero se me ofrecen como una tentación bíblica y casi siempre, ahí estoy yo decidiendo abrazarlas con furia.

A mitad de la travesía nos hospedamos en un alojamiento familiar de precio regular y estándares dudosos en Batumi, una de las ciudades más bonitas de Georgia, a la vera del Mar Negro. Habíamos comprado un arsenal de vino casero –que se vende suelto y te sirven en botellas viejas de plástico, que uno lleva desde su casa.

Nos sentamos en el patio, apoyados en una mesa, envueltos con frazadas a la intemperie pese al frío reinante; yo fumaba y tomábamos vino semi tibio en la penumbra. Se nos hizo la noche y, como aquella vez sentados en el sillón de mi casa, se nos calentó el pico de nuevo.

Era la una de la mañana, en Batumi, invierno, temporada baja, lunes –madrugada del martes. Salimos disparados a la calle en busca de más alcohol para apagar las penas de las discusiones políticas de turno mientras uno canonizaba a Cristina y el otro a Podemos.

Obviamente no encontramos nada abierto o a precio razonable. La lógica presupuestaria de dos borrachos, debo confesar, suele estar llena de contradicciones.

Vagábamos por la ciudad, riendo y llorando, todo a la vez, hasta que de pronto –como diría Sabina– “unas luces rojas nos hicieron un guiño” y nos quedamos mirando con curiosidad.

“¿Una disco?”, increpó Quique.

Querido lector, usted imaginará que las luces rojas, el día, el horario y la ubicación geográfica hacían poco probable que eso fuera un simple bar o “una disco”.

Un guardia de seguridad, el estereotipo que Hollywood ha construido en nuestras mentes de cómo luce un ruso onda “soviet”, estaba parado en la puerta y decidimos acercarnos. A medida que nos aproximábamos en dirección a la puerta él nos seguía con la mirada. Antes de continuar acercándonos me solté el pelo porque en esta región tan alejada de los orígenes de uno, el pelo largo y suelto de una rubia natural genera un morbo que nunca entendí pero que suele tener sus beneficios a la hora de iniciar negociaciones de todo tipo.

Haciendo ojitos le pregunté si podíamos entrar al lugar. El hombre, sin mediar palabra, deslizó lentamente la puerta con sus dedos índice y anular sin dejar sacarnos los ojos ni un instante. Ingresó al local en lo que pareció un instante interminable; había ido a consultar a su jefe, quien salió unos momentos más tarde a la puerta y nos inspeccionó con una cara que mezclaba asombro, confusión y desconfianza.

Así las cosas, miren ustedes las vueltas de la vida, que aquélla noche en Batumi, un martes ya a las tres de la mañana, en una “disco” georgiana rogando para ser aceptados éramos justamente nosotros dos los elementos sospechosos en esta escena que parecía una parodia de una película de terror de los ochenta.

Luego de un rato, las puertas de ese cielo (o del infierno) se abrieron. El sólo tacto con las cortinas de terciopelo color bordó podría haber sido más que suficiente confirmación a nuestras sospechas acerca del tipo de bar al que nos estábamos adentrando. Pero eso no nos detuvo; preferimos, inconscientemente, ignorar todas las señales del destino.

Así que una vez en la boca del lobo, ahí estábamos, Quique, yo y diez prostitutas ponéle que rumanas esperando por la clientela sentadas en línea en unos sillones semicirculares a tono con las cortinas del ingreso. Detrás de ellas y para nuestra emoción un cartel gigante rezaba en castellano “La Reina, disco”.

Nos sentamos en la barra y empezamos a negociar con un barman que hablaba mitad inglés, mitad ruso.

“Qué tomamos”, dijo Quique. Sin dudarlo un instante, como cada vez que tomo decisiones malas en mi vida, respondí: “Y… chacha”[3].

Luego de intensos tires y aflojes, el arreglo con el barman fue el siguiente: cinco shots de chacha cada uno –cinco Quique, cinco yo– si nos hacía mitad de precio. Deberíamos haber sospechado que no era negocio, porque a la altura del shot número tres Quique estaba bailando en un caño y una prostituta de no más de un metro cincuenta, enfundada en un par de botas de charol blanco hasta por encima de las rodillas me estaba dando palmadas en el culo mientras bailaba mirándose al espejo una canción de Shakira.

Como el cuero ni los sesos me daban para más, no pude siquiera escandalizarme y decidí sumarme a la ola y dejarme llevar. Terminamos haciendo un trencito.

De repente, sentí un dedito golpeando mi hombro: era el seguridad soviet que me lanzó una mirada, como diciendo: “Bajá al infeliz con la campera deportiva haciendo strip-tease en el caño” (Enrique, claramente).

Fui a su rescate para salvarme yo también; algo tentada de risa lo senté en un sillón y le dije: “Quedáte acá que te voy a comprar agua”.

“¡Agua no!”, gritó como desesperado y me llevó a tirones hasta la barra para hacernos con el cuarto y quinto shot. Idea pésima si las hay, esos dos últimos tragos parecían haberlo imantado al caño, donde vi una de las funciones de pool dance más divertidas y a la vez penosas de toda mi vida. El guardia soviet volvió a golpetear mi hombro, pero esta vez con una decisión tomada: los dos afuera.

Antes de irnos, nos despedimos de todos con besos y abrazos de todos; pasamos por la barra, compramos una cerveza, la apuramos de un trago y salimos a la calle.

El viento frío a varios grados bajo cero nos pegó una trompada que nos dejó pensando en qué país estábamos. Emprendimos torpes pasos en pretendida dirección al hotel, cruzámos la calle, cuando de repente un auto nos rebasó a toda velocidad y se estrelló, literalmente, en la esquina opuesta a la nuestra para quedar incrustado en una columna.

No podíamos decir ni una palabra. Ebrios a ese nivel y todo, podíamos más o menos elucubrar que habíamos sido afortunados, que nos salvamos por un pelo. Quizá lo hayamos imaginado todo; aún no lo sabemos.

Lo último que recuerdo es que bajé dos escalones y después todo desapareció. La mañana siguiente el dueño del hospedaje nos despertó para hacernos saber que habíamos recibido una llamada notificándonos que el auto que habíamos alquilado online estaba esperándonos en la puerta.

Las semanas posteriores estarían plagadas de flashes yendo y viniendo, con los que intentaríamos resolver lagunas en medio de esta historia que empezó con una histeria. Aparentemente, le compartí mi Facebook y mi mail personal a todas las chicas de la disco.

La vida funciona de maneras misteriosas. La chacha también…


[1] Texto original en “Vestida, loca y alborotada (Modesto Rimba, 2017).

[2] Pálinka, una especie de licor a base de frutas, muy típica de Hungría, que se inventó a cientos de años y es embotellado, en su forma comercial, con por lo menos 37.5% de alcohol, aunque lo más común es que, como mínimo, tenga 45. Saquen sus propias cuentas.

[3] La chacha es la bebida más típica de Georgia. Un “veneno” espirituoso poderoso que puede alcanzar hasta los 60% de contenido de alcohol, sino más, y que se bebe tanto como el Fernet en Argentina.