Enseñáme a despertar con agradecimiento de la vida y sus cosas simples, o inconclusas o indefinidas; de las cosas que pasan por la razón que sea y que van a seguir pasando, aunque yo me resista, me escandalice, me enoje, me asuste, llore.

De las oportunidades que da el destino, como chances en una partida de dados, multicolores, a veces esquivas pero latentes.

De las posibilidades que son infinitas y el sol que brilla, mientras asumo que puedo absorber toda su energía para llenarme más de valor que de luz, de ganas de todo, de menos miedo.

De los temores más inverosímiles, hasta que se vuelvan micro partículas que sólo me surcan, o me atraviesan, pero ya no me marcan, son pasajeros, ínfimos, en comparación con otras cosas placenteras.

De tu presencia, de tus besos, de tus caricias, de tu cercanía y tu calidez que me baña para alivianar el peso de algunas noches que me aplastan el pecho.

Enseñáme a escucharte, a verte, a buscarte, a dejarte que me hables, que me veas y me encuentres.

Quiero convertirme en una aprendiz del arte de disfrutarte, del momento que es ahora, que no es pasado, ni futuro, que no se deja atrapar por cálculos, especulaciones o suposiciones.

Enseñáme a llorar sin culpa, a dormir sin miedo y a vivir sin prisa más que para las cosas importantes, como los encuentros largamente añorados, las miradas intensamente deseadas y los abrazos postergados por las rutinas de la adultez.

Yo sospechaba que la vida era un aprendizaje constante, pero estaba obsesionada con aprender las cosas correctas, pero innecesarias.